¿No ardía nuestro corazón?
Hay
momentos en tu vida espiritual en los que puedes sentirte más frío con Dios,
con sequedad en la oración, no sientes nada. No te preocupes. En primer lugar,
no hay que confundir la fe con los sentimientos, la fe es más que eso, es una
respuesta al don de Dios y una elección. Por tanto, que tengas menos
sentimientos con Dios no quiere decir que tengas menos fe. Por eso es bueno y
conveniente rezar con constancia cada día a pesar de tener aburrimiento o
apatía en la oración. Ánimo, ten paciencia.
Puede
ocurrir que la causa de esa falta de entusiasmo espontáneo por Dios sea por
haber olvidado lo que te llevó a querer a Dios: “Tienes perseverancia y has
sufrido por mi nombre y no has desfallecido. Pero tengo contra ti que has abandonado
tu amor primero” (Ap. 2, 3-4). Piensa, por ejemplo, en aquel momento especial
que viviste con el Señor. Puede venir bien repasar aquello que hayas anotado
alguna vez en experiencias especiales que hayan marcado tu encuentro personal
con Dios (peregrinaciones, convivencias, retiros, misas, etc.).
Además,
recordar, traer a la mente y al corazón lo que el Señor ha hecho por ti a lo
largo de tu vida. “Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su
misericordia” (Sal. 135). En este salmo se recuerda lo que el Señor hizo por su
pueblo “porque es eterna su misericordia”; también puedes aplicarlo a tu propia
vida. Y todo eso que el Señor ha hecho por ti los detalles que ha ido teniendo
contigo, es una experiencia real. A pesar de que no la estés viviendo ahora
sigue siendo real, igual que conoces el sabor del helado de limón, aunque no te
estés tomando uno ahora. Cuentas con la fidelidad del Señor, que te ama siempre
a pesar de que no siempre lo notes: “Si hemos muerto con él, también viviremos
con él; si nos mantenemos firmes, también reinaremos con él; si le negamos,
también él nos negará; si somos infieles, ´´el permanece fiel pues no puede
negarse a sí mismo” (2 Tm. 2, 11-13).
Para
encender el alma, habiendo visto la misericordia y la fidelidad de Cristo, es
imprescindible retomar de nuevo, una y otra vez, la oración personal con Dios.
Pero no una oración de cumplimiento, con la que marques en la lista de
propósitos que lo has logrado; sino un encuentro personal con quien sabemos que
nos ama. Sin importar que estemos con más o menos ganas, “por vuestra parte,
hermanos, no os canséis de hacer el bien” (2 Ts. 3, 13). También, para avivar
el espíritu, qué mejor que una buena confesión profunda, de corazón, renovando
con ella el deseo de santidad, y dejándonos transformar por la ternura de Dios.
Y
como el fuego enciende otros fuegos, leer las vidas de los santos puede
contagiarnos ese celo de Amor de Dios que tenían. Confiemos siempre en el
Señor, que “Él nos alienta en nuestras luchas hasta el punto de poder nosotros
alentar a los demás en cualquier lucha, repartiendo con ellos el ánimo que
nosotros recibimos de Dios” (2 Co. 1, 4). Vivámoslo así no como un logro que
conseguir, sino como una gracia que alcanzar. ¡Ven, Espíritu Santo, enciende en
nosotros la llama de tu Amor!
Hno. Miguel Jiménez, EdMP
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