30 de noviembre de 2025

Acoge el don

 Acoge el don

 



En la parábola de los talentos (Mt 25,14-30) me llama especialmente la atención el caso del siervo que tuvo miedo y escondió su talento. Quizá no valoró de verdad aquel talento que Dios le había dado. O como el caso del joven rico, a quien el Señor le pidió que vendiese lo que tuviese y se lo diese a los pobres; dice el Evangelio que “al oír estas palabras, el joven se marchó entristecido, porque tenía muchos bienes” (Mt 19,22). ¡Qué paradoja! ¡Tenía muchos bienes y se fue triste! ¿Sería porque no vio esos bienes como un don de Dios?

En la parábola hay un matiz: les repartió los talentos “a cada cual según su capacidad” (Mt 25,15). ¿Tal vez según su capacidad de acoger esos dones? ¿Por eso al que le dio solo uno tuvo a su vez tan poca capacidad de acogida que lo enterró?

Ciertamente, el Señor a cada uno de nosotros nos quiere ofrecer sus dones, pero está en nosotros el acogerlos o no. Puede ser que falte confianza en Dios, porque, como le dijo Jesús a la Samaritana, “Si conocieras el don de Dios…” (Jn 4,10). Si supiéramos quién nos está ofreciendo su gracia abriríamos de par en par nuestro corazón, todo nuestro ser dispuesto a acoger el don de Dios: “Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: Dame de beber, tú le habrías pedido a él, y él te habría dado agua viva”.

Los dones del Espíritu Santo, cualidades humanas, virtudes, la vocación particular, el Espíritu en persona nos puede dar Dios. Ante esta oferta tan grande, cabe la huida, la negación, la tentación de la mediocridad o el conformismo. Pero, si somos desde el Bautismo templo del Espíritu Santo, hijos de Dios en Cristo, ¿por qué rechazar la generosidad, misericordia y grandeza de Dios?: “Todo lo mío es tuyo” (Lc 15,31) dijo el padre bueno de la parábola del hijo pródigo, y eso nos dice también Dios a nosotros. ¿Y cómo no acoger lo que Dios nos quiere dar?

No seríamos el único beneficiado. Podemos hacer como Pedro con el tullido: “No tengo oro ni plata; pero lo que tengo te lo doy” (Hch 3,6). Así, podremos transmitir a Dios y su gracia y misericordia en la medida que lo acojamos en nosotros, y haremos lo que nos pide el apóstol: “que cada cual ponga al servicio de los demás la gracia que ha recibido, como buenos administradores de las diversas gracias de Dios” (1 Pe 4,10). ¿Qué mejor inversión? Ofrecer al Señor los mismos dones que Él nos ha dado, como los Magos (Mt 2,11).

Como dice un canto basado en una meditación de Henri de Lubac, “lo que doy a la Iglesia no es más que una ínfima restitución sacada por entero del tesoro que ella me ha entregado: Cristo”. Así es, Cristo lo ha dado todo por comprar nuestra Salvación y ofrecernos un camino de gracia y misericordia. Solo queda que estemos dispuestos a abrirnos del todo a su voluntad sin miedos ni complejos, y que le imitemos, encontrando ese gran tesoro que es el Señor, venderlo todo para acoger de verdad y con todas las consecuencias el don de Dios (Mt 13,44), diciendo con Cristo: “en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23,46).


Hno. Miguel Jiménez, EdMP

23 de noviembre de 2025

Dios no pide currículum

 

Dios no pide currículum




Si alguien me dijese que no se siente digno de recibir de Dios una vocación particular, que no se siente preparado para responder al Señor con un sí generoso, que eso se le queda muy grande… le respondería que no se preocupe, que Dios no mira el currículum.

Ya en tiempos del profeta Jeremías, le pasó a él cuando el Señor le quiso pedir una misión, él le respondió: “¡Ay, Señor, Dios mío! Mira que no sé hablar, que solo soy un niño”, a lo que el Señor le contestó: “No digas que eres un niño, pues irás adonde yo te envíe y dirás lo que yo te ordene. No les tengas miedo, que yo estoy contigo para librarte” (Jr 1,6-8). Por eso no debemos mirar nuestra pequeñez, sino la presencia de Dios con nosotros que nos ha de quitar todo temor.

Veamos, pues, que Dios no se mueve por criterios mundanos y estratégicos para elegirnos, sino que se mueve por el Amor y la Misericordia. Es el caso de la vocación de Mateo, recaudador de impuestos, que Jesús justificó diciendo que no ha venido a llamar a los justos sino a los pecadores. Así, cuando Cristo escogió definitivamente a Pedro y le confirmó en su elección, fue tras haberle mirado con Misericordia mientras Pedro le negaba: “El Señor, volviéndose, le echó una mirada a Pedro” (Lc 22,61). Es esa mirada de Misericordia la que, después de resucitar, provocará ese diálogo en el que, tras preguntarle tres veces por su amor, le confirma la vocación: “apacienta mis ovejas” (Jn 21,15-17). La elección de los Doce fue por ese criterio misterioso de pura Misericordia: “llamó a los que quiso” (Mc 3,13), que se puede entender tanto como “a los que Él quiso escoger” como “a los que amó”.

También se puede ver en los santos cómo Dios escoge sin fijarse en nuestras miserias. Es el caso ejemplar de San Camilo de Lelis, que fue jugador, ludópata y borracho, y llegó a ser sacerdote y fundó la Orden de los Camilos, dedicándose a cuidar enfermos y marginados. Santa Bernardette de Soubirous, a quien se le apareció la Virgen en Lourdes, dice en su testamento espiritual, que recomiendo leer completo: “Por la ortografía que nunca he sabido, por la memoria que nunca he tenido, por mi ignorancia y mi estupidez, gracias. Gracias, porque si hubiera habido en la tierra una niña más estúpida que yo, la habrías escogido a ella”.

Por lo tanto, si miramos con verdad nuestra vida a la luz de Dios, agradecidos y conmovidos, nos podemos sentir interpelados a responderle con un “más”. Esa respuesta no será más que una acogida en nosotros del Amor de Dios y su misteriosa confianza en nosotros. Más que entendido, ante todo debe ser aceptado tan entrañable designio de Amor. Y si aún quieres una explicación a esa mirada de elección de Dios por ti, te diré que “porque es eterna su Misericordia” (Salmo 135).


Hno. Miguel Jiménez, EdMP

16 de noviembre de 2025

Bienaventurados los perseguidos

Bienaventurados los perseguidos





Jesús dijo en el sermón de la montaña (Mt. 5. Lc. 6, 20) cómo era el estilo de los nuevos ciudadanos del Reino de los Cielos. Puede llamar la atención de una forma especial aquella bienaventuranza sobre los perseguidos, pues con frecuencia los cristianos nos extrañamos todavía de sufrir por causa de nuestra fe. Sin embargo, cuando Pedro le preguntó a Jesús qué les iba a tocar por seguirle, Él les prometió el ciento por uno “con persecuciones” (Mc. 10, 30). Así que es algo que anunció Jesús a sus amigos. También cuando les envió a predicar, les previno que les enviaba “como ovejas en medio de lobos” (Mt. 10, 16).

Sin embargo, junto con eso les tranquilizó diciendo: “No temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma; temed más bien al que puede llevar a la perdición alma y cuerpo (…) Hasta los cabellos de vuestra cabeza están todos contados (…) Todo aquel que se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos” (Mt. 10, 28-32).

Sigamos, pues, con ánimo y esperanza a Jesús, con todo lo que conlleva. Jesús, siendo Dios, tuvo la tortura y muerte más humillante y cruel. Y como nos enseñaba un antiguo catecismo, “y porque fue más afrentosa y penosa, fue más meritoria y gloriosa…”. Gracia y méritos que nos ganó para nosotros por su Pasión, Muerte y Resurrección. Y nosotros, que le queremos seguir, ¿pretendemos tener lujos y comodidades en nuestra fe?

Esta es la paradoja: que Dios nos promete felicidad en medio de la persecución. Y no es una utopía, es una realidad que han vivido tantos mártires que han derramado su sangre por Cristo, perdonando a sus enemigos, y contentos de dar la vida por el Señor, en medio de cánticos, salmos y jaculatorias al Señor. Ya lo dijo el siervo de Dios padre Leocadio, “más que cantar a la cruz, prefiero llevarla cantando”.

Y también añade: “No bastará que pidamos al Señor persecuciones y tribulaciones. Es preciso que las pidamos con fe, y sabiendo lo que pedimos. Cosas son estas sumamente necesarias para librarnos de la maldita relajación. La persecución, los sufrimientos, las incomprensiones, todo aquello que nos haga sufrir y padecer por la justicia. Pero siempre, claro está, que no sea por culpa nuestra sino por la justicia y porque el mundo nos odie”.

Como ejemplo, los mártires. Tenemos el caso de San Pablo Miki y sus compañeros, que podemos leer en sus actas martiriales que se leen en el Oficio de Lectura:

"Clavados en la cruz, era admirable ver la constancia de todos, a la que les exhortaban el padre Pasio y el padre Rodríguez. El Padre Comisario estaba casi rígido, los ojos fijos en el cielo. El hermano Martín daba gracias a la bondad divina entonando algunos salmos y añadiendo el verso: A tus manos, Señor. También el hermano Francisco Blanco daba gracias a Dios con voz clara. El hermano Gonzalo recitaba también en alta voz la oración dominical y la salutación angélica.

Pablo Miki, nuestro hermano, al verse en el púlpito más honorable de los que hasta entonces había ocupado, declaró en primer lugar a los circunstantes que era japonés y jesuita, y que moría por anunciar el Evangelio, dando gracias a Dios por haberle hecho beneficio tan inestimable. Después añadió estas palabras:

«Al llegar este momento no creerá ninguno de vosotros que me voy a apartar de la verdad. Pues bien, os aseguro que no hay más camino de salvación que el de los cristianos. Y como quiera que el cristianismo me enseña a perdonar a mis enemigos y a cuantos me han ofendido, perdono sinceramente al rey y a los causantes de mi muerte, y les pido que reciban el bautismo».

Y, volviendo la mirada a los compañeros, comenzó a animarles para el trance supremo. Los rostros de todos tenían un aspecto alegre, pero el de Luís era singular. Un cristiano le gritó que estaría en seguida en el paraíso. Luís hizo un gesto con sus dedos y con todo su cuerpo, atrayendo las miradas de todos.

Antonio, que estaba al lado de Luís, fijos los ojos en el cielo, y después de invocar los nombres de Jesús y María, entonó el salmo: Alabad, siervos del Señor, que había aprendido en la catequesis de Nagasaki, pues en ella se les hace aprender a los niños ciertos salmos. Otros repetían: «¡Jesús! ¡María!», con rostro sereno. Algunos exhortaban a los circunstantes a llevar una vida digna de cristianos. Con éstas y semejantes acciones mostraban su prontitud para morir".


Hno. Miguel Jiménez, EdMP

9 de noviembre de 2025

Cristo sonriente de Javier

 Cristo sonriente de Javier




En Navarra, cerca del río Aragón, en un valle cercano a los Pirineos, se encuentra el castillo de Javier, donde nació y se crió San Francisco Javier, gran misionero del Nuevo Mundo. En la capilla de ese castillo se venera un gran Cristo que tiene una característica especial: tiene una suave sonrisa. Y este Cristo sonriente, hecho de nogal en el siglo XII, ha cautivado y transformado muchos corazones.

Pero, ¿por qué sonríe Jesucristo cuando está clavado en la Cruz? “Veréis a mi siervo prosperar, será enaltecido, levantado y ensalzado sobremanera. Del mismo modo que muchos quedaron asombrados al verlo -pues tan desfigurado estaba que no parecía un hombre, ni su apariencia era humana- así se admirarán muchas naciones; ante él cerrarán los reyes la boca, pues verán lo que nunca les contaron y descubrirán lo que nunca oyeron.” (Is. 52, 13-15)

Jesús, que sufre, padece por cargar con todos los pecados del mundo entero, presentes, pasados y futuros, soporta los insultos, flagelaciones, humillaciones, golpes, traiciones, clavos, negaciones, y, estando clavado en la Cruz, sonríe. Cristo en la cruz sabe que su Pasión y Muerte tienen un destino, que a pesar de todo el dolor y sufrimiento ocasionados por los hombres y sus egoísmos, tiene la misión de salvar al hombre del pecado.

Jesús sonrió al pensar en ti y en mí, al saber que con su sacrificio iba a dar Vida Eterna a la humanidad caída por el pecado, y la iba a levantar desde lo alto de la Cruz. “Yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca. Y tú, cuando hayas vuelto confirma a tus hermanos.” (Jn. 22, 32) Sonrió también cuando miró a su Madre y al Discípulo Amado y quiso regalar a los hombres a la Virgen como Madre; y al saber que la muerte no iba a tener la última palabra, pues la victoria es del Señor y de quien le sigue; por eso “El que habita en el cielo se ríe” (salmo 2). Y así, como dice el Padre Leocadio, el fundador de los Esclavos de María y de los Pobres, “Más que cantar a la cruz, quiero llevarla cantando”.  También pudo estar sonriendo Jesús cuando le dijo al ladrón arrepentido: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”.

Por último, Cristo sonrió en la Cruz al decir al Padre: “Todo está cumplido”. Pues estaba feliz de cumplir Su voluntad hasta el final. Que este amor loco de Jesucristo por nosotros nos cautive a nosotros también, y nos encienda el corazón estando así dispuestos a hacer la voluntad de Dios, y “servir al Señor con alegría” (salmo 100).


Hno. Miguel Jiménez, EdMP


2 de noviembre de 2025

Déjate amar por Dios

 

Déjate amar por Dios

 



“Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13,1). Con frecuencia, decimos que Dios nos ama, que Dios ama a todos. Es una idea a la que estamos acostumbrados, pero, ¿de verdad lo pensamos y así lo sentimos, o es algo que damos por supuesto y no nos hemos parado a caer en la cuenta de lo que significa?

Ciertamente, el Señor nos amó hasta el extremo, pero no así en general simplemente, sino a cada uno personalmente. Dios ha creado el mundo por amor a cada uno de nosotros, “porque es eterna su Misericordia” (Sal 135). Toda la Historia de la Salvación fue realizada por el Señor pensando en cada uno de nosotros, teniendo como culmen la entrega de Cristo en la Cruz: “nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Jn 13, 15). Y Jesús así se refiere a nosotros: “a vosotros os llamo amigos” (Jn 15, 15).

Además, Dios nos miró desde la Creación con buenos ojos: “y vio Dios que era muy bueno” (Gn 1, 31). Incluso dijo Jesús: “hasta los cabellos de vuestra cabeza están contados” (Mt 10, 30). Claramente, el Señor ha cuidado todo detalle con nosotros, también dándonos cualidades, dones, talentos con los que podemos dar gloria a Dios.

Pero esta iniciativa que Dios ha tenido de amarnos: “no sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os ha elegido” (Jn 15, 16) requiere de nosotros que nos dejemos amar por Él. Es el Señor mismo quien está deseando derramar todo su Amor sobre nosotros, pero necesita que le abramos nuestro corazón: “mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo” (Ap 3, 20).

Simplemente se trata de dejar que Dios irrumpa en nuestra vida, que entre hasta en aquellas partes del alma que nos cuesta abrirle; permitir al Señor transformar nuestra vida, que Él nos cure, nos perdone: “y os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne” (Ez 36, 26). Tengamos, pues, un alma dispuesta a recibir de Dios todo lo que nos quiera dar. No tengamos miedo a acoger el Amor de Dios para que se pueda derramar del todo con todas sus consecuencias.

Como dijo la joven Beata Chiara Luce Badano: “No tengas miedo de abrir tu corazón, aún si está cansado o lleno de dudas… Dios no te pide una vida perfecta, sino un corazón disponible. Un corazón que se anime a amar, aunque duela”. Amar y dejarse amar por Dios. O como dijo San Juan de Ávila: “ábrele tu corazón y le abrirás el tesoro con que más se goza”. Y Dios hará su obra en ti.


Hno. Miguel Jiménez, EdMP

26 de octubre de 2025

Ser católico los lunes

 

Ser católico los lunes

 



Tras una bonita experiencia de Dios: una Hora Santa, una Misa, una peregrinación, un retiro, etc., llega el tiempo ordinario. Es el momento de ser “la sal de la tierra” (Mt 5, 13). Pero como continúa Jesús en el evangelio, “si la sal se vuelve sosa, ¿con qué se salará?”

Es decir, en muchos momentos de la vida cristiana Dios nos hace salaos. Para que demos sabor de Dios en nuestros ambientes, no para que nos disolvamos con el mundo. Ese encuentro que hemos tenido con Dios, ¿se caduca en seguida como el yogur fuera de la nevera? Tenemos que conservarlo bien, y hacer que no se vaya apagando la llama que el Espíritu Santo prendió en nosotros hasta el próximo fogonazo espiritual.

Así, después de la Misa del domingo, llega el lunes, día de la semana triste para el mundo. Pero Cristo nos dijo que nos alegraremos “con una alegría que nadie os podrá quitar” (Jn 16, 22). ¿Y cuál es el secreto, la fórmula mágica para que no se vaya esa alegría? Lo dice Jesús en el mismo discurso a sus discípulos: “pedid y recibiréis, para que vuestro gozo sea colmado” (Jn 16, 24).

He aquí la clave: la oración. Para poder mantener encendida la chispa que Dios encendió en nuestro corazón, necesitamos mantener con constancia nuestra relación con Cristo. Él mismo lo dijo: “sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5). Así lo afirma San Pablo: “Estad siempre alegres. Orad constantemente. En todo dad gracias, pues esto es lo que Dios, en Cristo Jesús, quiere de vosotros” (1 Ts 5, 16-18). ¿Y cómo no dar gracias a Dios con alegría cuando Cristo mismo nos ha alimentado con su propio Cuerpo y Sangre, Alma y Divinidad, siendo alimento de vida eterna?

También tras un encuentro con Cristo Eucaristía en una Hora Santa en la que hemos sentido el consuelo de Dios, o, aunque no hubiéramos “sentido” nada, Cristo ha actuado en nosotros aún sin notarlo, “el grano brota y crece sin que el hombre sepa cómo” (Mc 4, 27).

Así, pues, de este sencillo modo, aprovechando cada día un rato de oración, evitaremos ir simplemente de Domingo en Domingo, o de Hora Santa en Hora Santa. Como anima a hacer San Francisco de Sales: “háblale y óigale. Gócese con Él y haga lo que Él le indique. Y dele cuanto le pida. Apriétele para que le perdone y le santifique”.

Y como dice San Pablo en otra ocasión: “Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres. Que vuestra mesura sea conocida por todos los hombres (…) Y la paz de Dios, que supera toda inteligencia custodiará vuestros corazones y vuestras mentes en Cristo Jesús” (Flp 4, 4-5.7). Tengamos ese ánimo y confianza puestos en el Señor, quien nos hizo la promesa: “sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20).


Hno. Miguel Jiménez, EdMP

19 de octubre de 2025

Ahora es tiempo de salvación

 

Ahora es tiempo de salvación




Hoy tienes la gran oportunidad de encontrarte con Cristo, no lo dejes para más tarde. Todavía estás a tiempo de ver cómo el Señor sana tus heridas y te salva de tus pecados. Dios tiene el poder para hacer con tus ofensas lo que hizo con los egipcios en el mar Rojo: “Canto al Señor, esplendorosa es su gloria, caballo y jinete arrojó en el mar” (Ex. 15, 1). ¿Por qué seguir retrasando, dejando para más tarde, el gran regalo que Cristo nos ha conseguido con su Redención por su Pasión, Muerte y Resurrección?

Muchas veces, cuando pensamos en el Sacramento de la Confesión caemos en el error de verlo como algo lejano, o bien porque no nos vemos necesitados de ese don, o bien pensamos que no nos hace falta, pues nos consideramos tan buenos que no tenemos pecados que confesar. Conviene ante esta situación hacer un sincero examen de conciencia, más allá de “no he matado ni he robado”. Puede servir de ayuda leer Mt. 5-7 en el que Jesús da un discurso de cómo tiene que ser nuestra vida, o también la carta de San Pablo sobre el Amor (1 Cor. 13) en la que podemos examinar nuestra Caridad comparándola con la que es Dios.

Y si, después de reflexionar estas cosas, te das cuenta de que no eres tan perfecto en tu amor a Dios y a los demás como creías, no tengas miedo, confía en el poder de la Misericordia del Señor. Piensa en la alegría que siente Dios cuando un pecador se convierte: “Alegraos conmigo, porque he encontrado la oveja que se me había perdido” (Lc. 15, 6).

Tal vez te sientas demasiado pecador para poder recibir el perdón de Dios y pienses cosas como: “si no sé ni por dónde empezar”, “no terminaré nunca”, “el cura se va a asustar”, “me va a regañar como le cuente tal cosa que he hecho”, etc. Ante eso, Jesús dice: “No he venido a llamar a los justos sino a los pecadores” (Mt. 9, 13) cuando le recriminan que comía con pecadores. Por tanto, no temas al rechazo, pues cada día que te confiesas es día de celebración: “convenía celebrar una fiesta y alegrarse, porque este hermano tuyo había muerto y ha vuelto a la vida, se había perdido y ha sido hallado” (Lc. 15, 32). No es algo que tengas que imaginar, es real.

Jesús insiste en que “hay alegría entre los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierte” (Lc. 15, 10). Por tanto, puedes pensar perfectamente en tu santo favorito, o en algún ser querido fallecido, celebrando la victoria de Cristo sobre tu pecado. Y es que es Dios quien te perdona los pecados, aunque se sirva de un sacerdote para ello. De hecho, en el momento de la Confesión es Dios mismo quien está escuchando tus pecados y quien te está dando el gran regalo del perdón de tus ofensas para que estés en paz con Dios y con los demás.

Así que lucha contra la tentación de “mejor en otro momento”. Ya lo dice el refrán, “más vale pájaro en mano que ciento volando”. No le hagas esperar al Señor, que está deseoso de darte un abrazo de perdón y misericordia: “su padre lo vio y se le conmovieron las entrañas; y, echando a correr, se le echó al cuello y le cubrió de besos” (Lc. 15, 20). Y ya no le des más vueltas, pues, como dice el papa Francisco, “cuando Dios perdona, olvida. ¡Es grande el perdón de Dios!”.


Hno. Miguel Jiménez, EdMP

12 de octubre de 2025

¡Comprométete!

 

¡Comprométete!




La fe es un don de Dios, una gracia que nos da por pura misericordia suya. Pero también es una respuesta a ese regalo. Así, haber recibido el don de la fe no nos puede dejar indiferentes. El Amor de Dios ha tocado nuestras vidas, hemos experimentado un encuentro con Cristo, ¿y ahora qué?

Dar pasos en el camino de la vida cristiana es algo lógico: siempre se puede seguir creciendo, y como dijo Ben Parker, “un gran poder conlleva una gran responsabilidad”. O como dijo el apóstol Santiago, “¿De qué sirve, hermanos míos, que alguien diga “Tengo fe”, si no tiene obras?” (St. 2, 14). Vemos claramente que el don recibido de la fe exige un compromiso. Para empezar, el de procurar alimentar esa fe con la oración: comprometerse con Dios en vivir una amistad con Él cada vez mayor, en medio de las dificultades y miserias, contando con su gracia. Tal vez incluso pueda ayudar apuntarse a un turno de adoración perpetua, o, si no es posible, al menos tener un momento fijo con Dios todos los días.

También edifica mucho comprometerse con un grupo de fe, de oración, de formación, una comunidad de referencia en la que avanzar con la ayuda de otros (parroquia, movimiento, amigos, compañeros de la universidad, etc.). Cuando estemos llenos de Dios, seguramente Él nos pida que ese tesoro que hemos descubierto lo compartamos con los demás, y empecemos a comprometernos en algún grupo de apostolado, de evangelización, ayudando en catequesis, etc. “Poned al servicio de los demás el carisma que cada uno ha recibido” (1 Pe. 4, 10).

Esto va implicándonos toda nuestra vida, las 24 horas del día. Por supuesto que no se trata de ser cristiano sólo cuando estoy en la iglesia, se trata de atarse a Dios viviendo una vida cristiana al cien por cien. Tampoco consiste en hacer muchas cosas por Dios, pues corremos el riesgo del activismo, sino en dejarse hacer por el Señor, y preguntarse ante Él: ¿qué puedo hacer por Cristo?

Esta pregunta conlleva estar dispuestos a dar un salto de fe ante lo que Dios nos pida. Seamos sinceros con nosotros mismos, y agradecidos al Señor con generosidad, y pensemos en aquello que dijo Jesús: “al que mucho se le dio, mucho se le reclamará” (Lc. 12, 48). ¡Ánimo, Cristo cuenta contigo!


Hno. Miguel Jiménez, EdMP

5 de octubre de 2025

Fuera caretas

 

Fuera caretas



Con frecuencia, nos miramos a nosotros mismos pensando en cómo nos juzgará el mundo. Vivimos pendientes de cómo nos miran los demás, incluso en nuestras redes sociales revisamos el número de “me gusta” o de seguidores que hemos conseguido. Así, nos construimos un mundo en el que, guardando la apariencia que queremos que los demás vean, tenemos nuestro amor propio y nuestra vanidad bien conservados. De este modo, nos ponemos una máscara diferente de lo que guardamos en nuestro interior. Y con ella tratamos de conseguir el afecto y el aplauso de los demás. Compramos una marca, nos descargamos una aplicación, vemos una serie… todo ello para aparentar ser lo que la sociedad quiere que sea.

En este ambiente tan superficial en el que nos encontramos, tratamos de dar la talla, conseguir el mayor éxito posible, para así mantener la buena imagen que nos hemos forjado ante los demás. Y en este mundillo del “tanto tienes tanto vales” hay alguien que te quiere tal y como eres, con tus virtudes y tus defectos: “eres precioso ante mí, de gran precio, y yo te amo” (Is. 43, 4). Sí, sabe bien de las cosas que se te dan mal, de aquello que te cuesta, lo conoce perfectamente, y te ama. De hecho, te ha creado por amor y para amarte: “antes de formarte en el vientre, te elegí; antes de que salieras del seno materno, te consagré” (Jr. 1, 5).

Eso por eso que ya va siendo hora de quitarse la máscara y presentarnos ante Dios tal y como somos, confiando totalmente en su Amor y Misericordia. Y experimentar la ternura de Dios Padre con nosotros, que no tiene en cuenta nuestras miserias, sino que más bien las abraza. Conscientes de esta grandeza, será un gran propósito vivir en la humildad y en la sencillez. Tal vez para ello pueda ayudar rezar las “letanías de la humildad” del Cardenal Merry del Val. Entonces seremos algo más transparentes, sin complejos, sin empeñarnos en dar una imagen de algo que no somos.

Como dijo San Ignacio de Loyola a San Francisco Javier en El divino impaciente de José María Pemán: “no hay virtud más eminente / que el hacer sencillamente / lo que tenemos que hacer”.


Hno. Miguel Jiménez, EdMP

28 de septiembre de 2025

¿No ardía nuestro corazón?

 

¿No ardía nuestro corazón?



Hay momentos en tu vida espiritual en los que puedes sentirte más frío con Dios, con sequedad en la oración, no sientes nada. No te preocupes. En primer lugar, no hay que confundir la fe con los sentimientos, la fe es más que eso, es una respuesta al don de Dios y una elección. Por tanto, que tengas menos sentimientos con Dios no quiere decir que tengas menos fe. Por eso es bueno y conveniente rezar con constancia cada día a pesar de tener aburrimiento o apatía en la oración. Ánimo, ten paciencia.

Puede ocurrir que la causa de esa falta de entusiasmo espontáneo por Dios sea por haber olvidado lo que te llevó a querer a Dios: “Tienes perseverancia y has sufrido por mi nombre y no has desfallecido. Pero tengo contra ti que has abandonado tu amor primero” (Ap. 2, 3-4). Piensa, por ejemplo, en aquel momento especial que viviste con el Señor. Puede venir bien repasar aquello que hayas anotado alguna vez en experiencias especiales que hayan marcado tu encuentro personal con Dios (peregrinaciones, convivencias, retiros, misas, etc.).

Además, recordar, traer a la mente y al corazón lo que el Señor ha hecho por ti a lo largo de tu vida. “Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia” (Sal. 135). En este salmo se recuerda lo que el Señor hizo por su pueblo “porque es eterna su misericordia”; también puedes aplicarlo a tu propia vida. Y todo eso que el Señor ha hecho por ti los detalles que ha ido teniendo contigo, es una experiencia real. A pesar de que no la estés viviendo ahora sigue siendo real, igual que conoces el sabor del helado de limón, aunque no te estés tomando uno ahora. Cuentas con la fidelidad del Señor, que te ama siempre a pesar de que no siempre lo notes: “Si hemos muerto con él, también viviremos con él; si nos mantenemos firmes, también reinaremos con él; si le negamos, también él nos negará; si somos infieles, ´´el permanece fiel pues no puede negarse a sí mismo” (2 Tm. 2, 11-13).

Para encender el alma, habiendo visto la misericordia y la fidelidad de Cristo, es imprescindible retomar de nuevo, una y otra vez, la oración personal con Dios. Pero no una oración de cumplimiento, con la que marques en la lista de propósitos que lo has logrado; sino un encuentro personal con quien sabemos que nos ama. Sin importar que estemos con más o menos ganas, “por vuestra parte, hermanos, no os canséis de hacer el bien” (2 Ts. 3, 13). También, para avivar el espíritu, qué mejor que una buena confesión profunda, de corazón, renovando con ella el deseo de santidad, y dejándonos transformar por la ternura de Dios.

Y como el fuego enciende otros fuegos, leer las vidas de los santos puede contagiarnos ese celo de Amor de Dios que tenían. Confiemos siempre en el Señor, que “Él nos alienta en nuestras luchas hasta el punto de poder nosotros alentar a los demás en cualquier lucha, repartiendo con ellos el ánimo que nosotros recibimos de Dios” (2 Co. 1, 4). Vivámoslo así no como un logro que conseguir, sino como una gracia que alcanzar. ¡Ven, Espíritu Santo, enciende en nosotros la llama de tu Amor!


Hno. Miguel Jiménez, EdMP

18 de septiembre de 2025

Empezar de nuevo… ¡otra vez!

 Empezar de nuevo… ¡otra vez!



Ha llegado un nuevo curso con sus nuevas ilusiones y sus nuevos propósitos. Tal vez los mismos del curso anterior y que no hemos conseguido terminar de cumplir. Y otra vez un empeño que parece en vano si miramos el pasado con pesimismo. Ese que puede producirnos el no conseguir todo lo que uno se había propuesto. También pasa con la confesión, cuando nos damos cuenta de que nos confesamos otra vez de lo mismo y parece que no hemos escarmentado.

Sin embargo, probablemente no sea tan negativa la situación como pueda parecer. Seguramente, aún sin darnos cuenta, hemos ido cambiando interiormente, como la semilla del Evangelio (Mc. 4, 26-34), pues el Espíritu Santo va actuando en nosotros. Tal vez nuestra sensibilidad para con Dios ha ido creciendo, o la caridad y la humildad se han abierto paso en nuestro corazón. No olvidemos que todo es gracia y don de Dios.

Por eso hemos de mirar el nuevo curso, la vida, con esperanza, sabiendo que “los que confían en Dios no serán defraudados” (Rm. 10, 11). Hagamos una determinación firme por buscar siempre a Cristo, por querer agradarle. Pensemos en qué cosas concretas nos pide el Señor que mejoremos o que hagamos más a su estilo. Pero sin agobiarse. Cristo cuenta con nosotros y tiene un plan para cada uno. Con la ayuda de un director espiritual, pues el camino no lo podemos hacer solos, y con la gracia de Dios y el cuidado maternal de la Virgen… ¡se puede!


Hno. Miguel Jiménez, EdMP

17 de agosto de 2025

“Los amó hasta el extremo”

“Los amó hasta el extremo”




 


“Habiendo amado a los suyos que estaban en este mundo, los amó hasta el extremo” (Jn. 13). Que Dios te ama con un amor loco está muy claro. Y si no habías caído en la cuenta de ello, o a veces te encuentras frío y no sientes su ternura, te animo a pensar en esta gran verdad.

El amor del Señor es tan maravilloso que quiso bajar a la tierra para hacerse uno de nosotros. Pero no en unas circunstancias cómodas, sino pasando por pobreza, soledad e incomprensión. Y no le bastó una vida dedicada a sanar a los enfermos de todo tipo de dolencia, sino que quiso morir en la cruz por amor a ti para salvarte de tu miseria, y resucitar para que puedas vencer con Él.

Además, antes de eso, el Rey de Reyes quiso lavarte los pies amándote hasta el extremo. Y regalarte el mandamiento del amor. Y para que pudieras vivirlo, y mostrarte una vez más su gran misericordia, te ha querido alimentar con su propio Cuerpo en la Eucaristía. Así puedes comerte a Jesús, y recibir la fuerza del Espíritu Santo, para ser tú también santo. Y no solo eso, sino que le puedes adorar y contemplar en el Sagrario, en la Adoración Eucarística. Porque te ama y tiene sed de tu amor. Cristo es fiel, permanece junto a nosotros, no nos dejas solos. Él es que está dispuesto a quedarse solo en el Sagrario para esperarte.

Por eso me gustaría invitarte a que no dejes pasar un día sin ir a ver a Jesús en la Eucaristía. ¡Tantas capillas que hay en el mundo! Él te está esperando, porque te ama, no dudes en ir a verle siempre que tengas oportunidad. Incluso si hay una capilla de adoración perpetua en tu pueblo o ciudad, o cerca, no pierdas la oportunidad de apuntarte a un turno semanal. Cristo se ha complicado la vida quedándose en la Eucaristía por amor a ti. ¿Y tú cómo le vas a responder? 


Hno. Miguel Jiménez, EdMP