30 de noviembre de 2025

Acoge el don

 Acoge el don

 



En la parábola de los talentos (Mt 25,14-30) me llama especialmente la atención el caso del siervo que tuvo miedo y escondió su talento. Quizá no valoró de verdad aquel talento que Dios le había dado. O como el caso del joven rico, a quien el Señor le pidió que vendiese lo que tuviese y se lo diese a los pobres; dice el Evangelio que “al oír estas palabras, el joven se marchó entristecido, porque tenía muchos bienes” (Mt 19,22). ¡Qué paradoja! ¡Tenía muchos bienes y se fue triste! ¿Sería porque no vio esos bienes como un don de Dios?

En la parábola hay un matiz: les repartió los talentos “a cada cual según su capacidad” (Mt 25,15). ¿Tal vez según su capacidad de acoger esos dones? ¿Por eso al que le dio solo uno tuvo a su vez tan poca capacidad de acogida que lo enterró?

Ciertamente, el Señor a cada uno de nosotros nos quiere ofrecer sus dones, pero está en nosotros el acogerlos o no. Puede ser que falte confianza en Dios, porque, como le dijo Jesús a la Samaritana, “Si conocieras el don de Dios…” (Jn 4,10). Si supiéramos quién nos está ofreciendo su gracia abriríamos de par en par nuestro corazón, todo nuestro ser dispuesto a acoger el don de Dios: “Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: Dame de beber, tú le habrías pedido a él, y él te habría dado agua viva”.

Los dones del Espíritu Santo, cualidades humanas, virtudes, la vocación particular, el Espíritu en persona nos puede dar Dios. Ante esta oferta tan grande, cabe la huida, la negación, la tentación de la mediocridad o el conformismo. Pero, si somos desde el Bautismo templo del Espíritu Santo, hijos de Dios en Cristo, ¿por qué rechazar la generosidad, misericordia y grandeza de Dios?: “Todo lo mío es tuyo” (Lc 15,31) dijo el padre bueno de la parábola del hijo pródigo, y eso nos dice también Dios a nosotros. ¿Y cómo no acoger lo que Dios nos quiere dar?

No seríamos el único beneficiado. Podemos hacer como Pedro con el tullido: “No tengo oro ni plata; pero lo que tengo te lo doy” (Hch 3,6). Así, podremos transmitir a Dios y su gracia y misericordia en la medida que lo acojamos en nosotros, y haremos lo que nos pide el apóstol: “que cada cual ponga al servicio de los demás la gracia que ha recibido, como buenos administradores de las diversas gracias de Dios” (1 Pe 4,10). ¿Qué mejor inversión? Ofrecer al Señor los mismos dones que Él nos ha dado, como los Magos (Mt 2,11).

Como dice un canto basado en una meditación de Henri de Lubac, “lo que doy a la Iglesia no es más que una ínfima restitución sacada por entero del tesoro que ella me ha entregado: Cristo”. Así es, Cristo lo ha dado todo por comprar nuestra Salvación y ofrecernos un camino de gracia y misericordia. Solo queda que estemos dispuestos a abrirnos del todo a su voluntad sin miedos ni complejos, y que le imitemos, encontrando ese gran tesoro que es el Señor, venderlo todo para acoger de verdad y con todas las consecuencias el don de Dios (Mt 13,44), diciendo con Cristo: “en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23,46).


Hno. Miguel Jiménez, EdMP

23 de noviembre de 2025

Dios no pide currículum

 

Dios no pide currículum




Si alguien me dijese que no se siente digno de recibir de Dios una vocación particular, que no se siente preparado para responder al Señor con un sí generoso, que eso se le queda muy grande… le respondería que no se preocupe, que Dios no mira el currículum.

Ya en tiempos del profeta Jeremías, le pasó a él cuando el Señor le quiso pedir una misión, él le respondió: “¡Ay, Señor, Dios mío! Mira que no sé hablar, que solo soy un niño”, a lo que el Señor le contestó: “No digas que eres un niño, pues irás adonde yo te envíe y dirás lo que yo te ordene. No les tengas miedo, que yo estoy contigo para librarte” (Jr 1,6-8). Por eso no debemos mirar nuestra pequeñez, sino la presencia de Dios con nosotros que nos ha de quitar todo temor.

Veamos, pues, que Dios no se mueve por criterios mundanos y estratégicos para elegirnos, sino que se mueve por el Amor y la Misericordia. Es el caso de la vocación de Mateo, recaudador de impuestos, que Jesús justificó diciendo que no ha venido a llamar a los justos sino a los pecadores. Así, cuando Cristo escogió definitivamente a Pedro y le confirmó en su elección, fue tras haberle mirado con Misericordia mientras Pedro le negaba: “El Señor, volviéndose, le echó una mirada a Pedro” (Lc 22,61). Es esa mirada de Misericordia la que, después de resucitar, provocará ese diálogo en el que, tras preguntarle tres veces por su amor, le confirma la vocación: “apacienta mis ovejas” (Jn 21,15-17). La elección de los Doce fue por ese criterio misterioso de pura Misericordia: “llamó a los que quiso” (Mc 3,13), que se puede entender tanto como “a los que Él quiso escoger” como “a los que amó”.

También se puede ver en los santos cómo Dios escoge sin fijarse en nuestras miserias. Es el caso ejemplar de San Camilo de Lelis, que fue jugador, ludópata y borracho, y llegó a ser sacerdote y fundó la Orden de los Camilos, dedicándose a cuidar enfermos y marginados. Santa Bernardette de Soubirous, a quien se le apareció la Virgen en Lourdes, dice en su testamento espiritual, que recomiendo leer completo: “Por la ortografía que nunca he sabido, por la memoria que nunca he tenido, por mi ignorancia y mi estupidez, gracias. Gracias, porque si hubiera habido en la tierra una niña más estúpida que yo, la habrías escogido a ella”.

Por lo tanto, si miramos con verdad nuestra vida a la luz de Dios, agradecidos y conmovidos, nos podemos sentir interpelados a responderle con un “más”. Esa respuesta no será más que una acogida en nosotros del Amor de Dios y su misteriosa confianza en nosotros. Más que entendido, ante todo debe ser aceptado tan entrañable designio de Amor. Y si aún quieres una explicación a esa mirada de elección de Dios por ti, te diré que “porque es eterna su Misericordia” (Salmo 135).


Hno. Miguel Jiménez, EdMP

16 de noviembre de 2025

Bienaventurados los perseguidos

Bienaventurados los perseguidos





Jesús dijo en el sermón de la montaña (Mt. 5. Lc. 6, 20) cómo era el estilo de los nuevos ciudadanos del Reino de los Cielos. Puede llamar la atención de una forma especial aquella bienaventuranza sobre los perseguidos, pues con frecuencia los cristianos nos extrañamos todavía de sufrir por causa de nuestra fe. Sin embargo, cuando Pedro le preguntó a Jesús qué les iba a tocar por seguirle, Él les prometió el ciento por uno “con persecuciones” (Mc. 10, 30). Así que es algo que anunció Jesús a sus amigos. También cuando les envió a predicar, les previno que les enviaba “como ovejas en medio de lobos” (Mt. 10, 16).

Sin embargo, junto con eso les tranquilizó diciendo: “No temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma; temed más bien al que puede llevar a la perdición alma y cuerpo (…) Hasta los cabellos de vuestra cabeza están todos contados (…) Todo aquel que se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos” (Mt. 10, 28-32).

Sigamos, pues, con ánimo y esperanza a Jesús, con todo lo que conlleva. Jesús, siendo Dios, tuvo la tortura y muerte más humillante y cruel. Y como nos enseñaba un antiguo catecismo, “y porque fue más afrentosa y penosa, fue más meritoria y gloriosa…”. Gracia y méritos que nos ganó para nosotros por su Pasión, Muerte y Resurrección. Y nosotros, que le queremos seguir, ¿pretendemos tener lujos y comodidades en nuestra fe?

Esta es la paradoja: que Dios nos promete felicidad en medio de la persecución. Y no es una utopía, es una realidad que han vivido tantos mártires que han derramado su sangre por Cristo, perdonando a sus enemigos, y contentos de dar la vida por el Señor, en medio de cánticos, salmos y jaculatorias al Señor. Ya lo dijo el siervo de Dios padre Leocadio, “más que cantar a la cruz, prefiero llevarla cantando”.

Y también añade: “No bastará que pidamos al Señor persecuciones y tribulaciones. Es preciso que las pidamos con fe, y sabiendo lo que pedimos. Cosas son estas sumamente necesarias para librarnos de la maldita relajación. La persecución, los sufrimientos, las incomprensiones, todo aquello que nos haga sufrir y padecer por la justicia. Pero siempre, claro está, que no sea por culpa nuestra sino por la justicia y porque el mundo nos odie”.

Como ejemplo, los mártires. Tenemos el caso de San Pablo Miki y sus compañeros, que podemos leer en sus actas martiriales que se leen en el Oficio de Lectura:

"Clavados en la cruz, era admirable ver la constancia de todos, a la que les exhortaban el padre Pasio y el padre Rodríguez. El Padre Comisario estaba casi rígido, los ojos fijos en el cielo. El hermano Martín daba gracias a la bondad divina entonando algunos salmos y añadiendo el verso: A tus manos, Señor. También el hermano Francisco Blanco daba gracias a Dios con voz clara. El hermano Gonzalo recitaba también en alta voz la oración dominical y la salutación angélica.

Pablo Miki, nuestro hermano, al verse en el púlpito más honorable de los que hasta entonces había ocupado, declaró en primer lugar a los circunstantes que era japonés y jesuita, y que moría por anunciar el Evangelio, dando gracias a Dios por haberle hecho beneficio tan inestimable. Después añadió estas palabras:

«Al llegar este momento no creerá ninguno de vosotros que me voy a apartar de la verdad. Pues bien, os aseguro que no hay más camino de salvación que el de los cristianos. Y como quiera que el cristianismo me enseña a perdonar a mis enemigos y a cuantos me han ofendido, perdono sinceramente al rey y a los causantes de mi muerte, y les pido que reciban el bautismo».

Y, volviendo la mirada a los compañeros, comenzó a animarles para el trance supremo. Los rostros de todos tenían un aspecto alegre, pero el de Luís era singular. Un cristiano le gritó que estaría en seguida en el paraíso. Luís hizo un gesto con sus dedos y con todo su cuerpo, atrayendo las miradas de todos.

Antonio, que estaba al lado de Luís, fijos los ojos en el cielo, y después de invocar los nombres de Jesús y María, entonó el salmo: Alabad, siervos del Señor, que había aprendido en la catequesis de Nagasaki, pues en ella se les hace aprender a los niños ciertos salmos. Otros repetían: «¡Jesús! ¡María!», con rostro sereno. Algunos exhortaban a los circunstantes a llevar una vida digna de cristianos. Con éstas y semejantes acciones mostraban su prontitud para morir".


Hno. Miguel Jiménez, EdMP

9 de noviembre de 2025

Cristo sonriente de Javier

 Cristo sonriente de Javier




En Navarra, cerca del río Aragón, en un valle cercano a los Pirineos, se encuentra el castillo de Javier, donde nació y se crió San Francisco Javier, gran misionero del Nuevo Mundo. En la capilla de ese castillo se venera un gran Cristo que tiene una característica especial: tiene una suave sonrisa. Y este Cristo sonriente, hecho de nogal en el siglo XII, ha cautivado y transformado muchos corazones.

Pero, ¿por qué sonríe Jesucristo cuando está clavado en la Cruz? “Veréis a mi siervo prosperar, será enaltecido, levantado y ensalzado sobremanera. Del mismo modo que muchos quedaron asombrados al verlo -pues tan desfigurado estaba que no parecía un hombre, ni su apariencia era humana- así se admirarán muchas naciones; ante él cerrarán los reyes la boca, pues verán lo que nunca les contaron y descubrirán lo que nunca oyeron.” (Is. 52, 13-15)

Jesús, que sufre, padece por cargar con todos los pecados del mundo entero, presentes, pasados y futuros, soporta los insultos, flagelaciones, humillaciones, golpes, traiciones, clavos, negaciones, y, estando clavado en la Cruz, sonríe. Cristo en la cruz sabe que su Pasión y Muerte tienen un destino, que a pesar de todo el dolor y sufrimiento ocasionados por los hombres y sus egoísmos, tiene la misión de salvar al hombre del pecado.

Jesús sonrió al pensar en ti y en mí, al saber que con su sacrificio iba a dar Vida Eterna a la humanidad caída por el pecado, y la iba a levantar desde lo alto de la Cruz. “Yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca. Y tú, cuando hayas vuelto confirma a tus hermanos.” (Jn. 22, 32) Sonrió también cuando miró a su Madre y al Discípulo Amado y quiso regalar a los hombres a la Virgen como Madre; y al saber que la muerte no iba a tener la última palabra, pues la victoria es del Señor y de quien le sigue; por eso “El que habita en el cielo se ríe” (salmo 2). Y así, como dice el Padre Leocadio, el fundador de los Esclavos de María y de los Pobres, “Más que cantar a la cruz, quiero llevarla cantando”.  También pudo estar sonriendo Jesús cuando le dijo al ladrón arrepentido: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”.

Por último, Cristo sonrió en la Cruz al decir al Padre: “Todo está cumplido”. Pues estaba feliz de cumplir Su voluntad hasta el final. Que este amor loco de Jesucristo por nosotros nos cautive a nosotros también, y nos encienda el corazón estando así dispuestos a hacer la voluntad de Dios, y “servir al Señor con alegría” (salmo 100).


Hno. Miguel Jiménez, EdMP


2 de noviembre de 2025

Déjate amar por Dios

 

Déjate amar por Dios

 



“Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13,1). Con frecuencia, decimos que Dios nos ama, que Dios ama a todos. Es una idea a la que estamos acostumbrados, pero, ¿de verdad lo pensamos y así lo sentimos, o es algo que damos por supuesto y no nos hemos parado a caer en la cuenta de lo que significa?

Ciertamente, el Señor nos amó hasta el extremo, pero no así en general simplemente, sino a cada uno personalmente. Dios ha creado el mundo por amor a cada uno de nosotros, “porque es eterna su Misericordia” (Sal 135). Toda la Historia de la Salvación fue realizada por el Señor pensando en cada uno de nosotros, teniendo como culmen la entrega de Cristo en la Cruz: “nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Jn 13, 15). Y Jesús así se refiere a nosotros: “a vosotros os llamo amigos” (Jn 15, 15).

Además, Dios nos miró desde la Creación con buenos ojos: “y vio Dios que era muy bueno” (Gn 1, 31). Incluso dijo Jesús: “hasta los cabellos de vuestra cabeza están contados” (Mt 10, 30). Claramente, el Señor ha cuidado todo detalle con nosotros, también dándonos cualidades, dones, talentos con los que podemos dar gloria a Dios.

Pero esta iniciativa que Dios ha tenido de amarnos: “no sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os ha elegido” (Jn 15, 16) requiere de nosotros que nos dejemos amar por Él. Es el Señor mismo quien está deseando derramar todo su Amor sobre nosotros, pero necesita que le abramos nuestro corazón: “mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo” (Ap 3, 20).

Simplemente se trata de dejar que Dios irrumpa en nuestra vida, que entre hasta en aquellas partes del alma que nos cuesta abrirle; permitir al Señor transformar nuestra vida, que Él nos cure, nos perdone: “y os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne” (Ez 36, 26). Tengamos, pues, un alma dispuesta a recibir de Dios todo lo que nos quiera dar. No tengamos miedo a acoger el Amor de Dios para que se pueda derramar del todo con todas sus consecuencias.

Como dijo la joven Beata Chiara Luce Badano: “No tengas miedo de abrir tu corazón, aún si está cansado o lleno de dudas… Dios no te pide una vida perfecta, sino un corazón disponible. Un corazón que se anime a amar, aunque duela”. Amar y dejarse amar por Dios. O como dijo San Juan de Ávila: “ábrele tu corazón y le abrirás el tesoro con que más se goza”. Y Dios hará su obra en ti.


Hno. Miguel Jiménez, EdMP