16 de noviembre de 2025

Bienaventurados los perseguidos

Bienaventurados los perseguidos





Jesús dijo en el sermón de la montaña (Mt. 5. Lc. 6, 20) cómo era el estilo de los nuevos ciudadanos del Reino de los Cielos. Puede llamar la atención de una forma especial aquella bienaventuranza sobre los perseguidos, pues con frecuencia los cristianos nos extrañamos todavía de sufrir por causa de nuestra fe. Sin embargo, cuando Pedro le preguntó a Jesús qué les iba a tocar por seguirle, Él les prometió el ciento por uno “con persecuciones” (Mc. 10, 30). Así que es algo que anunció Jesús a sus amigos. También cuando les envió a predicar, les previno que les enviaba “como ovejas en medio de lobos” (Mt. 10, 16).

Sin embargo, junto con eso les tranquilizó diciendo: “No temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma; temed más bien al que puede llevar a la perdición alma y cuerpo (…) Hasta los cabellos de vuestra cabeza están todos contados (…) Todo aquel que se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos” (Mt. 10, 28-32).

Sigamos, pues, con ánimo y esperanza a Jesús, con todo lo que conlleva. Jesús, siendo Dios, tuvo la tortura y muerte más humillante y cruel. Y como nos enseñaba un antiguo catecismo, “y porque fue más afrentosa y penosa, fue más meritoria y gloriosa…”. Gracia y méritos que nos ganó para nosotros por su Pasión, Muerte y Resurrección. Y nosotros, que le queremos seguir, ¿pretendemos tener lujos y comodidades en nuestra fe?

Esta es la paradoja: que Dios nos promete felicidad en medio de la persecución. Y no es una utopía, es una realidad que han vivido tantos mártires que han derramado su sangre por Cristo, perdonando a sus enemigos, y contentos de dar la vida por el Señor, en medio de cánticos, salmos y jaculatorias al Señor. Ya lo dijo el siervo de Dios padre Leocadio, “más que cantar a la cruz, prefiero llevarla cantando”.

Y también añade: “No bastará que pidamos al Señor persecuciones y tribulaciones. Es preciso que las pidamos con fe, y sabiendo lo que pedimos. Cosas son estas sumamente necesarias para librarnos de la maldita relajación. La persecución, los sufrimientos, las incomprensiones, todo aquello que nos haga sufrir y padecer por la justicia. Pero siempre, claro está, que no sea por culpa nuestra sino por la justicia y porque el mundo nos odie”.

Como ejemplo, los mártires. Tenemos el caso de San Pablo Miki y sus compañeros, que podemos leer en sus actas martiriales que se leen en el Oficio de Lectura:

"Clavados en la cruz, era admirable ver la constancia de todos, a la que les exhortaban el padre Pasio y el padre Rodríguez. El Padre Comisario estaba casi rígido, los ojos fijos en el cielo. El hermano Martín daba gracias a la bondad divina entonando algunos salmos y añadiendo el verso: A tus manos, Señor. También el hermano Francisco Blanco daba gracias a Dios con voz clara. El hermano Gonzalo recitaba también en alta voz la oración dominical y la salutación angélica.

Pablo Miki, nuestro hermano, al verse en el púlpito más honorable de los que hasta entonces había ocupado, declaró en primer lugar a los circunstantes que era japonés y jesuita, y que moría por anunciar el Evangelio, dando gracias a Dios por haberle hecho beneficio tan inestimable. Después añadió estas palabras:

«Al llegar este momento no creerá ninguno de vosotros que me voy a apartar de la verdad. Pues bien, os aseguro que no hay más camino de salvación que el de los cristianos. Y como quiera que el cristianismo me enseña a perdonar a mis enemigos y a cuantos me han ofendido, perdono sinceramente al rey y a los causantes de mi muerte, y les pido que reciban el bautismo».

Y, volviendo la mirada a los compañeros, comenzó a animarles para el trance supremo. Los rostros de todos tenían un aspecto alegre, pero el de Luís era singular. Un cristiano le gritó que estaría en seguida en el paraíso. Luís hizo un gesto con sus dedos y con todo su cuerpo, atrayendo las miradas de todos.

Antonio, que estaba al lado de Luís, fijos los ojos en el cielo, y después de invocar los nombres de Jesús y María, entonó el salmo: Alabad, siervos del Señor, que había aprendido en la catequesis de Nagasaki, pues en ella se les hace aprender a los niños ciertos salmos. Otros repetían: «¡Jesús! ¡María!», con rostro sereno. Algunos exhortaban a los circunstantes a llevar una vida digna de cristianos. Con éstas y semejantes acciones mostraban su prontitud para morir".


Hno. Miguel Jiménez, EdMP

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