26 de octubre de 2025

Ser católico los lunes

 

Ser católico los lunes

 



Tras una bonita experiencia de Dios: una Hora Santa, una Misa, una peregrinación, un retiro, etc., llega el tiempo ordinario. Es el momento de ser “la sal de la tierra” (Mt 5, 13). Pero como continúa Jesús en el evangelio, “si la sal se vuelve sosa, ¿con qué se salará?”

Es decir, en muchos momentos de la vida cristiana Dios nos hace salaos. Para que demos sabor de Dios en nuestros ambientes, no para que nos disolvamos con el mundo. Ese encuentro que hemos tenido con Dios, ¿se caduca en seguida como el yogur fuera de la nevera? Tenemos que conservarlo bien, y hacer que no se vaya apagando la llama que el Espíritu Santo prendió en nosotros hasta el próximo fogonazo espiritual.

Así, después de la Misa del domingo, llega el lunes, día de la semana triste para el mundo. Pero Cristo nos dijo que nos alegraremos “con una alegría que nadie os podrá quitar” (Jn 16, 22). ¿Y cuál es el secreto, la fórmula mágica para que no se vaya esa alegría? Lo dice Jesús en el mismo discurso a sus discípulos: “pedid y recibiréis, para que vuestro gozo sea colmado” (Jn 16, 24).

He aquí la clave: la oración. Para poder mantener encendida la chispa que Dios encendió en nuestro corazón, necesitamos mantener con constancia nuestra relación con Cristo. Él mismo lo dijo: “sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5). Así lo afirma San Pablo: “Estad siempre alegres. Orad constantemente. En todo dad gracias, pues esto es lo que Dios, en Cristo Jesús, quiere de vosotros” (1 Ts 5, 16-18). ¿Y cómo no dar gracias a Dios con alegría cuando Cristo mismo nos ha alimentado con su propio Cuerpo y Sangre, Alma y Divinidad, siendo alimento de vida eterna?

También tras un encuentro con Cristo Eucaristía en una Hora Santa en la que hemos sentido el consuelo de Dios, o, aunque no hubiéramos “sentido” nada, Cristo ha actuado en nosotros aún sin notarlo, “el grano brota y crece sin que el hombre sepa cómo” (Mc 4, 27).

Así, pues, de este sencillo modo, aprovechando cada día un rato de oración, evitaremos ir simplemente de Domingo en Domingo, o de Hora Santa en Hora Santa. Como anima a hacer San Francisco de Sales: “háblale y óigale. Gócese con Él y haga lo que Él le indique. Y dele cuanto le pida. Apriétele para que le perdone y le santifique”.

Y como dice San Pablo en otra ocasión: “Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres. Que vuestra mesura sea conocida por todos los hombres (…) Y la paz de Dios, que supera toda inteligencia custodiará vuestros corazones y vuestras mentes en Cristo Jesús” (Flp 4, 4-5.7). Tengamos ese ánimo y confianza puestos en el Señor, quien nos hizo la promesa: “sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20).


Hno. Miguel Jiménez, EdMP

19 de octubre de 2025

Ahora es tiempo de salvación

 

Ahora es tiempo de salvación




Hoy tienes la gran oportunidad de encontrarte con Cristo, no lo dejes para más tarde. Todavía estás a tiempo de ver cómo el Señor sana tus heridas y te salva de tus pecados. Dios tiene el poder para hacer con tus ofensas lo que hizo con los egipcios en el mar Rojo: “Canto al Señor, esplendorosa es su gloria, caballo y jinete arrojó en el mar” (Ex. 15, 1). ¿Por qué seguir retrasando, dejando para más tarde, el gran regalo que Cristo nos ha conseguido con su Redención por su Pasión, Muerte y Resurrección?

Muchas veces, cuando pensamos en el Sacramento de la Confesión caemos en el error de verlo como algo lejano, o bien porque no nos vemos necesitados de ese don, o bien pensamos que no nos hace falta, pues nos consideramos tan buenos que no tenemos pecados que confesar. Conviene ante esta situación hacer un sincero examen de conciencia, más allá de “no he matado ni he robado”. Puede servir de ayuda leer Mt. 5-7 en el que Jesús da un discurso de cómo tiene que ser nuestra vida, o también la carta de San Pablo sobre el Amor (1 Cor. 13) en la que podemos examinar nuestra Caridad comparándola con la que es Dios.

Y si, después de reflexionar estas cosas, te das cuenta de que no eres tan perfecto en tu amor a Dios y a los demás como creías, no tengas miedo, confía en el poder de la Misericordia del Señor. Piensa en la alegría que siente Dios cuando un pecador se convierte: “Alegraos conmigo, porque he encontrado la oveja que se me había perdido” (Lc. 15, 6).

Tal vez te sientas demasiado pecador para poder recibir el perdón de Dios y pienses cosas como: “si no sé ni por dónde empezar”, “no terminaré nunca”, “el cura se va a asustar”, “me va a regañar como le cuente tal cosa que he hecho”, etc. Ante eso, Jesús dice: “No he venido a llamar a los justos sino a los pecadores” (Mt. 9, 13) cuando le recriminan que comía con pecadores. Por tanto, no temas al rechazo, pues cada día que te confiesas es día de celebración: “convenía celebrar una fiesta y alegrarse, porque este hermano tuyo había muerto y ha vuelto a la vida, se había perdido y ha sido hallado” (Lc. 15, 32). No es algo que tengas que imaginar, es real.

Jesús insiste en que “hay alegría entre los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierte” (Lc. 15, 10). Por tanto, puedes pensar perfectamente en tu santo favorito, o en algún ser querido fallecido, celebrando la victoria de Cristo sobre tu pecado. Y es que es Dios quien te perdona los pecados, aunque se sirva de un sacerdote para ello. De hecho, en el momento de la Confesión es Dios mismo quien está escuchando tus pecados y quien te está dando el gran regalo del perdón de tus ofensas para que estés en paz con Dios y con los demás.

Así que lucha contra la tentación de “mejor en otro momento”. Ya lo dice el refrán, “más vale pájaro en mano que ciento volando”. No le hagas esperar al Señor, que está deseoso de darte un abrazo de perdón y misericordia: “su padre lo vio y se le conmovieron las entrañas; y, echando a correr, se le echó al cuello y le cubrió de besos” (Lc. 15, 20). Y ya no le des más vueltas, pues, como dice el papa Francisco, “cuando Dios perdona, olvida. ¡Es grande el perdón de Dios!”.


Hno. Miguel Jiménez, EdMP

12 de octubre de 2025

¡Comprométete!

 

¡Comprométete!




La fe es un don de Dios, una gracia que nos da por pura misericordia suya. Pero también es una respuesta a ese regalo. Así, haber recibido el don de la fe no nos puede dejar indiferentes. El Amor de Dios ha tocado nuestras vidas, hemos experimentado un encuentro con Cristo, ¿y ahora qué?

Dar pasos en el camino de la vida cristiana es algo lógico: siempre se puede seguir creciendo, y como dijo Ben Parker, “un gran poder conlleva una gran responsabilidad”. O como dijo el apóstol Santiago, “¿De qué sirve, hermanos míos, que alguien diga “Tengo fe”, si no tiene obras?” (St. 2, 14). Vemos claramente que el don recibido de la fe exige un compromiso. Para empezar, el de procurar alimentar esa fe con la oración: comprometerse con Dios en vivir una amistad con Él cada vez mayor, en medio de las dificultades y miserias, contando con su gracia. Tal vez incluso pueda ayudar apuntarse a un turno de adoración perpetua, o, si no es posible, al menos tener un momento fijo con Dios todos los días.

También edifica mucho comprometerse con un grupo de fe, de oración, de formación, una comunidad de referencia en la que avanzar con la ayuda de otros (parroquia, movimiento, amigos, compañeros de la universidad, etc.). Cuando estemos llenos de Dios, seguramente Él nos pida que ese tesoro que hemos descubierto lo compartamos con los demás, y empecemos a comprometernos en algún grupo de apostolado, de evangelización, ayudando en catequesis, etc. “Poned al servicio de los demás el carisma que cada uno ha recibido” (1 Pe. 4, 10).

Esto va implicándonos toda nuestra vida, las 24 horas del día. Por supuesto que no se trata de ser cristiano sólo cuando estoy en la iglesia, se trata de atarse a Dios viviendo una vida cristiana al cien por cien. Tampoco consiste en hacer muchas cosas por Dios, pues corremos el riesgo del activismo, sino en dejarse hacer por el Señor, y preguntarse ante Él: ¿qué puedo hacer por Cristo?

Esta pregunta conlleva estar dispuestos a dar un salto de fe ante lo que Dios nos pida. Seamos sinceros con nosotros mismos, y agradecidos al Señor con generosidad, y pensemos en aquello que dijo Jesús: “al que mucho se le dio, mucho se le reclamará” (Lc. 12, 48). ¡Ánimo, Cristo cuenta contigo!


Hno. Miguel Jiménez, EdMP

5 de octubre de 2025

Fuera caretas

 

Fuera caretas



Con frecuencia, nos miramos a nosotros mismos pensando en cómo nos juzgará el mundo. Vivimos pendientes de cómo nos miran los demás, incluso en nuestras redes sociales revisamos el número de “me gusta” o de seguidores que hemos conseguido. Así, nos construimos un mundo en el que, guardando la apariencia que queremos que los demás vean, tenemos nuestro amor propio y nuestra vanidad bien conservados. De este modo, nos ponemos una máscara diferente de lo que guardamos en nuestro interior. Y con ella tratamos de conseguir el afecto y el aplauso de los demás. Compramos una marca, nos descargamos una aplicación, vemos una serie… todo ello para aparentar ser lo que la sociedad quiere que sea.

En este ambiente tan superficial en el que nos encontramos, tratamos de dar la talla, conseguir el mayor éxito posible, para así mantener la buena imagen que nos hemos forjado ante los demás. Y en este mundillo del “tanto tienes tanto vales” hay alguien que te quiere tal y como eres, con tus virtudes y tus defectos: “eres precioso ante mí, de gran precio, y yo te amo” (Is. 43, 4). Sí, sabe bien de las cosas que se te dan mal, de aquello que te cuesta, lo conoce perfectamente, y te ama. De hecho, te ha creado por amor y para amarte: “antes de formarte en el vientre, te elegí; antes de que salieras del seno materno, te consagré” (Jr. 1, 5).

Eso por eso que ya va siendo hora de quitarse la máscara y presentarnos ante Dios tal y como somos, confiando totalmente en su Amor y Misericordia. Y experimentar la ternura de Dios Padre con nosotros, que no tiene en cuenta nuestras miserias, sino que más bien las abraza. Conscientes de esta grandeza, será un gran propósito vivir en la humildad y en la sencillez. Tal vez para ello pueda ayudar rezar las “letanías de la humildad” del Cardenal Merry del Val. Entonces seremos algo más transparentes, sin complejos, sin empeñarnos en dar una imagen de algo que no somos.

Como dijo San Ignacio de Loyola a San Francisco Javier en El divino impaciente de José María Pemán: “no hay virtud más eminente / que el hacer sencillamente / lo que tenemos que hacer”.


Hno. Miguel Jiménez, EdMP